Echar de menos, pero bien

Hay alguien a quien suelo decirle: 'Te echo de menos pero bien'. Se puede y conviene añorar a alguien de esa forma. También los lugares se echan de menos, mejor si es de una forma positiva. Aunque la sensación de 'pellizquito' en el estómago sea inevitable. 

Anoche, charlaba con un amiga sobre Cayetana Guillén Cuervo, que ha publicado un libro titulado Los abandonos. Yo no lo he leído pero ella, Rosa Alvares, mi amiga y gran periodista, sí. En una velada festiva nosotras volvimos a nuestro tema favorito: los duelos. De vuelta a casa (a altas horas de la madrugada), pensé en las pérdidas que suponen determinados lugares.

Yo he perdido Escocia. Echo de menos ese pueblito llamado Dumfries y por eso cada mañana, lo primero que hago es consultar el tiempo de allí. Echo de menos el frío e incluso la lluvia, pero bien. Porque los once meses en los que dormí intensamente y viví en calma, me han servido para hallar nuevos motivos de agradecimiento.

Me siento afortunada porque maduré la consigna, 'Si llueve, llueve', nacida del libro de Bolitx, El Gran Caminante, y padecida ya en la gélida Pamplona.

Es decir, el tiempo no puede recluirte en casa. En Dumfries he corrido, caminado y vivido con lluvia, viento, nieve y tremendas heladas. Incluso me caí a un río ante la atónita mirada de Catriona. Esta pequeña sentencia funciona, a modo de mantra, como mi keep walking, casi para cada situación.

Me siento afortunada porque ahora, cada mañana, no veo un árbol ni un cielo maravilloso. Pero recuerdo los que vi cada mañana escocesa.




Vuelve a mi memoria la luz que entraba en el salón de casa en torno a las 13 horas. Y siento agradecimiento. Pienso en la sensación de cansancio de los meses de oscuridad así como en la energía que me regalaron los de absoluta luz. 

Recuerdo, y el 'pellizquito' cobra más intensidad, a las personas que se cruzaron en mi camino. Echo de menos a mis alumnos, especialmente a Nova y a Janice, a Bruce y a Rachel; a mis abuelitas de los paseos de los martes y de la jardinería, especialmente a Margaret y a Elisabeth, también a Wendy. A los fruteros, cómo no. 

A todos ellos, les he escrito y mandado la primera postal desde Madrid. 

Casi cada día, en algún momento, cierro los ojos, y recorro de nuevo el maravilloso jardín en el que trabajaban los pacientes del antiguo campus, el Crichton. Respiro el olor de las vacas y regreso a Kingholm Quay, caminando o corriendo, sola o con Gail. 





Mi mirada vuelve a atravesar los cristales de mi café favorito, The Stove, y se pierde en la lluvia. Pienso en que nunca hablé con ese chico con problemas de movilidad al que veía en tantos y tantos lugares leyendo. Él siempre sonreía. 

Recuerdo los cafés tan ricos que me servía Nicole y cómo al principio no le entendía ni media sílaba. Después, incluso subí al escenario de Brave New Words y, sin vergüenza alguna, les hablé del Camino de Santiago, de mi libro y del maravilloso albergue de mi hermano, de Check In Rioja.

Cuando siento que Madrid es puro ruido, de nuevo, cierro los ojos, y estoy en The West Highland Way, posiblemente, una de las experiencias que más me ha marcado. 




Porque supe que soy fuerte, física y mentalmente. Porque intuí que algún día echaría de menos cada kilómetro de aquel camino, pero bien, que añoraría Escocia como pocos lugares en los que he vivido.




Gracias, Universo. 


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