Porque tenemos alas

Una vez más lo he olvidado. La cabeza vuelve a hacer de las suyas y se empeña en ir demasiado deprisa. La mía, la tuya... seguramente todas las cabezas saben hacerlo: aumentar las revoluciones. De cero a mil.  Me detengo y, por un instante, recuerdo que tengo alas. Y eso es una suerte. 

A los cincuenta me nacieron alas.
Dejaron de pesarme los senos
y los pensamientos que cargaba desde niña.
A las alas les enseñé a volar
desde mi mente que había volado siempre,
y comprobé desde el aire
que mientras yo anduve dormida tantos años
alguien trabajaba afanosamente
recogiendo plumas para hacer esas alas.
Tuve suerte de que cuando estuvieron hechas
me encontraron despierta en el reparto.

El poema pertenece a Begoña Abad, quien reside en Logroño y a la que llegué a través de Pitxu. Sus delicados poemarios fueron algunos de los maravillosos hallazgos en su Objetería los Días Felices, en Pamplona.
Los libritos de Abad tienen el tamaño justo. Y no me refiero solo a las dimensiones físicas, también al contenido preciso para llegar hasta dónde es necesario. Son títulos como Cómo aprender a volar, La medida de mi madre, Estoy poeta y, al menos en mí, tienen un efecto reparador, balsámico.  
Leyendo sus versos, esta vez consigo parar por difícil que resulte y recuerdo mis alas. Repaso mentalmente aquello que alcancé gracias a ellas y cuáles quiero que sean mis próximos vuelos. Recupero la confianza y vuelvo a creer en que no hay imposibles. 
Después, repaso lenta y vívidamente la deliciosa paella de mi madre, que también funciona. Y la cabeza aminora la marcha. 

Keep walking!

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