Principios y finales tristes

Me gustan las historias tristes. Las prefiero antes que las felices. No sé muy bien la razón, pero es así. En cuestión de películas, canciones y libros, mi instinto me lleva a elegir las que, de principio a fin, están teñidas de una atmósfera, de unos personajes y de una trama, digamos, gris. 

Poco después de conocernos, mi compañero de vida detectó mi debilidad. Como él no la comparte, no solemos leer los mismos libros y, cuando está fuera de casa, aprovecho para disfrutar, con alevosía, de algún drama en toda regla. 

El sábado elegí Loreak. Me gusta el título porque me gusta el nombre de niña Lorea ('flor'). Después de verla entiendo y me alegra que la película sea precandidata para representar a España en los Oscar en la categoría de mejor película de habla no inglesa. 




Los autores son Jon Garaño y Jose Maria Goenaga. Es un película vasca muy intimista. Cuenta mucho no solo a través de los diálogos y rostros de los personajes, sino también a través de la lluvia, de la oscuridad, de los interiores y de otros recursos. 

Me hizo llorar porque puede ser tremendamente triste o no, según se mire. Y es que cada día se puede volver a empezar. Me gustó, además, su música. 

Pero si en algo soy especialista es en elegir novelas tristes. Quizá por eso uno de mis títulos favoritos sea Tokio Blues, de Haruki Murakami. La lista incluye muchos más, entre ellos, Del color de la leche (Nell Leyshon) e Intemperie (Jesús Carrasco).




Miguel de Santos, editor de El Hedonista, que según intuyo también adora las novelas tristes, me recomendó la primera y me habló con grandísimo entusiasmo de la segunda, que ya ocupaba un espacio en mi nutrida estantería de próximas lecturas. 

En cuanto me recomendó la primera, la compré y comencé a leerla en el metro. Del color de la leche es una joya descarnada. Es preciosa en forma, pero con un fondo terrible. 

Es verdaderamente realista gracias a cómo está escrita, al uso del lenguaje, no solo en lo que a significado se refiere. Y todo ello en apenas 174 páginas. 

Y no diré más, bueno, sí, que su lectura despierta unos silencios enormes. Generalmente se está en silencio cuando se lee, claro, pero esta obra provoca silencios en el alma. No sé muy bien cómo explicarlo. A mí me encogió el corazón. 




Como impresionante es la primera novela de Jesús Carrasco. De ella me habló una mañana Isabel Marías y salí del café-librería en el que estábamos con ella en el bolso. He tardado, como es costumbre en mí, un par de años en abrirla. A pesar de que quienes la leían en mi entorno, me recomendaban no posponer ni un solo día más su lectura. 

Lo hice este verano y aunque se trata de un obra pequeña, de 221 páginas, no pude devorarla con ansiedad. 

La prosa es extrema, con un uso magistral de cada palabra. Es ésa y ninguna otra la que podía y consigue transmitir todo lo que el autor desea. 

Apenas leía unas líneas, apenas un párrafo sí y otro también, crecía mi desasosiego e inquietud. Sucedió que tuve que levantarme en varias ocasiones y beber agua. Sí, beber agua... si la leéis, entenderéis la razón.

Imaginaba qué sucedería en la trama, pero no quería que así fuera. A medida que avanzaba y pasaba las páginas, crecía mi angustia. 

Intemperie es uno de esos grandes libros que se encuentran cada muy poco tiempo, pero que, por fortuna, todavía existen. 

Me gustaría conocer la infancia y el entorno familiar de Carrasco. Porque el trabajo lingüístico que desarrolla en torno a las labores del campo, el cuidado de los animales y la vida doméstica en el área rural de antaño, es admirable. 

Intemperie resulta más dramática si cabe porque parece lejana y creo, sinceramente, que no lo es tanto. Porque en este mundo nos empeñamos en caminar hacia atrás. Y si no, encendamos la televisión ahora mismo.

Hoy por hoy, cuando tanto se escribe y tan pocos trabajos se pueden tildar de calidad, es un regalo topar con dos novelas como éstas que alimentan mi incorregible debilidad por las historias tristes.

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